viernes
Desde donde miro.
Desde donde miro, un hombre pasea a un perro. El perro olisquea inquieto a su alrededor, como esperando entender qué es lo que ocurre. El hombre lo sabe de sobra, y por eso anda tranquilo.
Desde el domingo veo gente, mucha gente que se mueve sin parar. No les conozco y les conozco: nos hemos rozado entre pancartas y sol. En tardes y noches, durante días.
He visto gente de todas las edades, he visto crestas, aros en cada parte del cuerpo, he visto carritos de bebé y amas de casa. Faldas, pantalones, chupas de cuero, botas, deportivas, zapatos. Móviles levantados por encima de la multitud, cámaras captando lo que veían los ojos. Andamios usados para hacer llegar mensajes, más alto, más lejos. Abrazos, gritos, besos, sonrisas, caras de enfado, de incredulidad, manos levantadas, gente parada, corriendo, de pie.
El domingo llegué manifestándome hasta Sol, pero el martes, por fin pude quedarme por la noche, en la plaza. Iba con intención de estar poco, pararme un rato, observar, interesarme por lo que había pasado con los antidisturbios, y ver cómo seguía todo. Ni siquiera aguanté sentada cinco minutos. La gente se reunía en círculos, hablaba, discutía, todo estaba en plena ebullición. Quemaba. Todo era un constante ir y venir para conseguir un poco de organización. Primero pequeñas asambleas, luego más grandes. Algunos miraban sin pestañear, como no queriendo dejar escapar ni un segundo de nada. Se escuchaba y se pedía la palabra. La palabra, joder, por fin desenterrada.
Y de repente habían pasado tres horas y era de madrugada, y yo, sin darme casi cuenta, formaba parte de una de esas comisiones, organizada en una esquina de la plaza, debatiendo y discutiendo cómo hacer llegar el mensaje a más gente. Después fueron las cuatro, y las cinco, pero nadie callaba. Tres horas y media más tarde, yo estaba en la Universidad yendo clase por clase, contando lo que había vivido la madrugada anterior. Los profesores sonreían, como diciendo, “por fin”, había mucha gente interesada en saber. Esa noche de miércoles, éramos muchos más en la plaza. Llovía en la Puerta del Sol, pero nadie se movió. Manos y más manos ayudaban a sujetar cuerdas que entre todos habían conseguido, para colocar lonas; todos ayudaban a poner cartones, a recoger basura. Los paraguas se amontonaban sin desaparecer. Yo no podía pensar en mi examen, ¡cómo iba a pensar! Con lo bonito que era poder rozar las intenciones de toda esa gente.
He visto a los medios de comunicación callar hasta que ya era insostenible mantener el silencio, o, en su defecto, disfrazarlo todo. Pero, si algo sabe nuestra generación, es, precisamente, cómo utilizar herramientas de comunicación inmediata. En eso llevamos ventaja. He visto surgir un movimiento hecho de hashtags y mensajes que caben en 140 caracteres, en vez de en octavillas. He visto fotografías digitales que llegaban en un segundo a miles de personas, al mundo. También he visto pancartas escritas a mano, niño, padres, abuelos, dibujando en ellas: mensajes de indignación y de esperanza. Mensajes razonables, mensajes necesarios, mensajes imprescindibles, mensajes utópicos, mensajes discutibles, pero mensajes, al fin y al cabo, lanzados al aire para ser escuchados y tenidos en cuenta. He seguido, a través de internet, el eco que se ha hecho esta protesta en el resto del mundo, y se me han puesto los pelos de punta al leer sobre tantas y tantas movilizaciones. Después, he oído tonterías acerca de etiquetas que pretendían definir todo lo que se puede decir de una persona, salidas de la boca de gente que no estaba viviéndolo. He sentido rabia e impotencia al darme cuenta de lo difícil que resulta ponerse de acuerdo en cosas verdaderamente importantes, aunque se esté luchando desde el mismo bando. Y qué. He visto escuchar y respetar unas y otras opiniones, debatir, razonar.
Desde siempre nos han dicho que no tenemos nada que hacer, que no sabemos, que no hay derecho a manifestar nuestra opinión sobre algo que no hemos vivido, sobre lo que nos contaban que habían hecho otros. A nosotros todo nos lo han dado, para qué protestar. Y, nosotros, por desgracia, nos lo hemos creído, y nos hemos acomodado, dejando que nada sucediera. Llevamos tiempo mirando al pasado con la nostalgia y la tranquilidad que da el no haber vivido lo que otros sí. Pero era cuestión de tiempo que despertásemos, teníamos las ganas acumuladas.
Que qué sabremos, dicen, y se atreven a escupir etiquetas al aire, que nos definan y clasifiquen, como si así nos metieran dentro de un redil del que no se sale. Las etiquetas resultan demasiado simples cuando se trata de hablar sobre todo lo que abarca una persona. Hay quien no quiere entender que en eso, precisamente, reside todo esto: algo sin etiquetas, algo que sale de un sitio más profundo y más amplio que una estrecha clasificación que define a un grupo. No quieren entender que, a veces, las etiquetas fallan. Y entonces, ¡qué miedo!
Se me mezclan las horas desde el domingo. Desde donde miro, veo temblar a mucha gente, pero no están asustados. Todo lo contrario. Lo observo desde aquí, y se me revuelve todo. Mi cabeza salta de domingo a miércoles, de miércoles a lunes, de lunes a…Qué más da. A la vez todo está muy claro. Porque sé lo que quiero, lo que queremos. Un cambio. Es cierto que no sabemos en qué quedará todo esto, pero soy de la opinión de que, sólo con que algo ocurra, ya cuenta.
No sé si vosotros lo notáis. Es una cosa que pone la piel de gallina, se mire desde donde se mire. Sabe a algo.
Que qué sabremos nosotros, nos decían. Que qué sabremos, nos dicen. Bueno. Sabed que sabemos mantener los ojos abiertos para mirar el mundo.
¿La revolución? No sé si es la revolución. Desde donde yo miro, la verdad, se le parece un poco.
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Touché.
ResponderEliminarMe han dado escalofríos de orgullo, literalmente, esta tarde estaré en la plaza de mi ciudad, a ver si en los sitios pequeños también podemos hacer un poco de ruido...
ResponderEliminarGenial. Me ha encantado tu crónica..Podemos!!
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